CRONICAS. Para el diccionario de la Real Academia Española, la palabra proviene del latín chronica y del griego, y remitió a los libros en que se refieren los sucesos por orden de los tiempos. Como primera acepción, se trata de una historia en que se observa ese particular ordenamiento. La segunda recién alude al artículo o información periodística sobre temas de actualidad. Aquí se ha tratado, sin proponérselo, de contar historias respetando ese orden rigurosamente temporal.

19.5.05

ELEMENTAL, SIR ARTHUR

La Calle del Panadero, como en realidad se tiene que llamar entre nosotros Baker Street, nace en el rincón sudoeste del Parque del Regente, y antes de tres cuadras hacia el sur, luego de cruzar el Camino de Marylebone que le da su nombre a ese distrito londinense, a mano derecha está el dichoso 221b. Muy difícil no advertirlo porque la cuadra entera, se puede decir que el barrio, se ha vestido para siempre de Sherlock Holmes, de lejos el vecino más prestigioso urbi et orbi. Espíritu comercial aparte, en la tierra de Oscar Wilde no sólo la realidad ha terminado imitando al arte, sino que el mito se ha terminado imponiéndose definitivamente sobre lo histórico. Un equívoco sería decir que se trata de una casa aunque no se trate de otra cosa. Lo que ocurre es que tiene cuando mucho seis metros de ancho por el doble de fondo y se erige hacia arriba durante tres pisos en algo que sin temor a resbalones urbanísticos de cualquier índole puede calificarse como propiedad vertical. En el primero, con vista a la calle, el viejo hogar todavía encendido, la pipa y el ejemplar del Time del 23 de diciembre de 1890 sobre la mesa ratona, está el estudio del que todos consideran el mejor detective del mundo y no el acogedor lugar donde sir Arthur Conan Doyle, oriundo de Escocia, pasó buena parte de su vida. En la entrada, para que el tiempo no transcurra, un magnífico ejemplar de boby (cana, digamos) inglés del siglo XIX permanece impertérrito con ese casco tan singular y la capita sobre los hombros para combatir la nieve y el frío. Hay que hacer sonar la campanilla. El lugar es chico y no se puede entrar de a muchos. Una no menos impertérrita señora Hudson se encarga de abrir, vestida como la época, calzada una cofia que han popularizado las postales con campesinas holandesas. Ella se encarga de recaudar lo que se ha estipulado por tamañas intromisiones en la intimidad de un amo que encima se ha burlado de las tiranías temporales vigentes para el resto. En la habitación trasera del primer piso está el dormitorio de Holmes, sobre la alta cama de una plaza la valija a medio hacer con todo lo necesario para tratar de resolver un caso, cómo no imaginarlo, fuera de Londres, claro está, y para lo cual debe abordar el tren en la estación Victoria, bastante distante de allí, en coche de caballos, hacia el sur primero bordear el parque Hyde y después circunvalar a medias la rotonda del duque de Wellington, frente mismo al palacio de Buckingham, en medio del parque Verde, para recién encarar hacia la vieja terminal ferroviaria atrás de la cual empiezan las casitas bajas de una planta y el no menos célebre barrio de Chelsea y sus pubs que deben concentrar una de las mayores aglomeraciones de cirróticos del mundo, amén de fanatismos futboleros, una pasión bárbara y bastarda por la que el refinado analista jamás ni siquiera se dio por enterado a pesar del registro oficial de su nacimiento no muy lejos de allí, en la taberna masona que funcionaba en el Nº 11 de la Calle de la Reina y que el tiempo, muy curiosa y pudorosamente, se ha encargado de borrar para dejar nada más que las griterías. Aparte, justamente por esa época, sin ayuda de la señora Tatcher y sus esbirros en ciencias sociales, gracias a la popularidad de un borracho irlandés ocioso, justamente el Time acuñaría la expresión hooliganism. Muy por el contrario, bajo un sepulcral manto de silencio, en el segundo piso se encuentran las habitaciones del doctor Watson y la señora Hudson. Por fin, en la última planta, hacia la calle una dependencia de servicio ha sido ahora reciclada en un minishopping con la más increíble e insólita batería de fetiches para todos los gustos y bolsillos. En la parte de atrás, un pequeño desván y el único baño de la casa, lo que hace pensar en lo sacrificado de las urgencias nocturnas del pobre Sherlock, sobre todo con lo inclemente que es el invierno londinense. Para hacerse una idea, tanto de las humanas necesidades como de la arquitectura, de la calle al primer piso hay nomás diecisiete escalones y es la planta más baja. Un ejemplar auténtico, no duplicado, del Times de fines del año 1890, ensobrado al vacío, puede ser comprado en unos 23 dólares. Los adelantos actuales en materia de reproducción gráfica permite a los fanáticos apoderarse de las obras completas de Conan Doyle por menos de la mitad, en un solo tomo, pero se trata de reproducciones facsimilares de las primeras ediciones, con sus dibujos de época. Pipas, agendas, la dichosa gorra, lupas, postales y hasta medallones de chocolate con el difundido perfil forman apenas parte de un arsenal fetichista difícil hasta de inventariar. La también silenciosa encargada del lugar, se adquiera o no algo, no deja a nadie de entregarle una tarjeta personal de Sherlock con la correspondiente dirección y la profesión que practicaba, con su nomenclatura oficial:

CONSULTING DETECTIVE
Un sello puesto en el momento imita la firma ológrafa del personaje inexistente. Nadie puede irse con las manos vacías de un lugar así y menos después de haber pagado por barba el equivalente a unos 7,50 dólares. A la cojera turística de los que no pueden pasar por un lugar sin inmolarse en una foto la flema británica les permite sortear el cordel del estudio del primer piso a la calle, sentarse en el sillón de alto espaldar, calzarse una gorra que no a todos les entra y pipa en mano, aunque sea por la fugacidad de un instante, llegar a creer que se pueden desentrañar con éxito los intrincados crímenes que cranea la retorcida alma humana debido a la imposibilidad policial por una falta de inteligencia y torpeza que ya viene con el uniforme, la chapa y el arma reglamentaria. La permisibilidad llega hasta allí. No sucede otro tanto con la jeringa y agujas, en su caja de metal original, que el detective (¿o el escritor?) utilizaba para drogarse y alumbrar más su mente. Por las dudas, esta adicción al clorhidrato de cocaína en un 96% de pureza cuenta con algunos ilustres camaradas de ruta. Unos muy concienzudos recortes de periódicos, ya muy amarillentos, enmarcados y colgados en la pared a la altura justa, permiten tomar debida cuenta que no sólo el célebre personaje despuntaba el vicio sino el no menos famoso Sigmund Freud y varios más. Ocurría, se explica, que la cocaína recién había sido descubierta y que más que una adicción, se trataba de una curiosidad experimental. En la tercera cuadra de la Calle del Panadero, muy cerca del parque del Regente, con sus esmirriados seis metros de ancho, por lo menos el 221b existe y se puede constatar. Lo demás, dicen, es literatura. Como la divertida irreverencia de Nicholas Meyer, quien sostiene de manera muy firme la hipótesis que sir Arthur Conan Doyle era, en realidad, el seudónimo usado por el doctor Watson para currar literariamente con las verdaderas andanzas de un detective amigo suyo, muy sagaz y deductivo. Aunque en el momento de salir de ese lugar la instantánea sensación que se experimenta no es tanto la difusa diferencia entre lo literario y lo artístico, sino más bien su ausencia. [AR]

[Nota para la sección Opinión del Río Negro, abril 1993]