CRONICAS. Para el diccionario de la Real Academia Española, la palabra proviene del latín chronica y del griego, y remitió a los libros en que se refieren los sucesos por orden de los tiempos. Como primera acepción, se trata de una historia en que se observa ese particular ordenamiento. La segunda recién alude al artículo o información periodística sobre temas de actualidad. Aquí se ha tratado, sin proponérselo, de contar historias respetando ese orden rigurosamente temporal.

3.5.09

VIAJE CON OTRO PUNTO DE VISTA

Ir a video desde un tren andino

20.5.05

REENCUENTRO CON UN VIEJO Y DESCONOCIDO AMIGO

Turín todavía tenía tranvías. El tiempo le ha pasado porque se le nota en la pintura de los viejos edificios: un amarillo ocre que no sale de ningún laboratorio experimental. Los casi veinte kilómetros de pórticos (il portici, como dicen los nativos con orgullo) que signan a la ciudad y techan todas sus veredas permiten andarla incluso a despecho de cualquier rigor meteorológico. Además, las colinas están allí nomás, del otro lado del Po, y si la bruma se disipa la gente de toda edad no vacila en señalar el monasterio en esa cima donde al lado se estrelló el avión que llevaba al equipo completo del Torino, uno de los dos amados emblemas en que la ciudad escindió su pasión para recordarle al floreciente capitalismo, aun a costas de la Juve y los Agnelli que el pasado no se resigna así nomás. En el momento de pensar escribir una nota, ya habían pasado tantos años desde su muerte como los que decidió alcanzar a vivir. Por eso, el lugar elegido para tratar de conseguir un vago vestigio inicial fue una muy elegante librería de arte en pleno centro histórico. La madura turinesa no dudó ni preguntó el motivo: Hotel Roma, en el 60 de la Piazza Carlo Felice, justo la que está frente a la inmensa Stazione Portanuova, terminal que recibe los trenes-balas que cruzan los Alpes desde Francia y Suiza a casi 300 km/h. El lugar luce tres estrellas pero es más bien magro y se le nota el esfuerzo por no tratar de ostentar nada. Luciano Sanseverino, a cargo esa mañana de la conserjería, un treintón con una estampa y una elegancia dignas de trabajar como modelo para Fiorucci, tuvo hasta una sonrisa cálida como primera reacción frente a si había sido allí donde Cesare Pavese había acabado con su vida, un tórrido verano de hacía ya poco más de cuarentidós años. Sin necesidad de ninguna otra incitación dio cuenta, en efecto, que el hecho había ocurrido en el tercer y último piso, en una de las habitaciones que daban sobre el lateral, a la plazoleta Paleocapa, pero que no había ningún otro rastro: tantas habían sido las remodelaciones y los cambios de dueño. -Lamento sinceramente no poder serle más útil -fue la coronación de su informe. Las ventanas no dicen nada. Allí, en el cuaderno de su diario de vida que él mismo tituló, con lápiz rojo y escolar caligrafía, Il mestiere di vivere (el oficio de vivir), anotó por última vez el viernes 18 de agosto de 1950: «Basta un poco de valor. Cuanto más determinado y concreto es el dolor, más se debate el instinto de vida, y cae la idea del suicidio. Parecía fácil al pensarlo. Y sin embargo lo han hecho mujercitas. Se necesita humildad, no orgullo. Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más». Del jueves, apenas unas pocas horas antes, quedó anotado: «Los suicidas son homicidas tímidos». Las biografías y artículos recordatorios omiten piadosamente la técnica y metodología empleadas para aquel acto postrero. La obra propia como escritor de ficciones, poeta y ensayista, sin contar la de traductor del inglés, sobre todo por su afición a los hard boiled norteamericanos en una época en que no era un tic de los progre, resulta difícil de compatibilizar con los escasos 42 anos que él decidió vivir, encima con una guerra de por medio en que fue deportado y luego combatió como partisano. Atilio Dabini, a quien la cultura argentina le debe mucho como traductor del italiano de lo mejor de esa generación de grandes escritores, como también que en italiano se conozca bastante de lo muy bueno en la materia hecho por argentinos, y que se fue sin que se lo hayamos reconocido, vivió aquella realidad y trató con Pavese. En el asilo de ancianos del Gran Buenos Aires donde pasó sus últimos días, a principios de los '80, sólo atinó a responder así: «Ah, Chesare, Chesare», con el acento exacto que no había perdido, «él siempre escribía». Mientras otros intelectuales dormían o aceitaban el arma, con una vela o una lámpara, bajo el capote, en los montes, a pesar del riesgo de ser blanco de una patrulla alemana, en una pequeña libreta se pasaba las horas anotando y anotando. Sus únicas publicaciones de poemas se titularon Lavorare stanca (trabajar cansa) y Verrá la morte e avrá i tuoi occhi (vendrá la muerte y tendrá tus ojos). Mi primer contacto personal con Pavese fue por Il compagno (el compañero), una novela que por los '60 tenía especiales significados al señalar que «lo importante no es estar preso, sino saber por qué se lo está». Sin embargo, hay una tensión interior que no se resuelve al ser una narración que se sostiene sólo por tratar de explicar la primera oración: «Mi dicevano Pablo perché suonava la chitarra». ¿Cómo se le puede decir o llamar a alguien Pablo, en castellano en el original, para colmo, porque toca la guitarra? ¿Qué tiene que ver? ¿Por qué semejante dislate se emperra en hacernos noche y no dejar de amenazar con que es un acertijo sólo para elegidos? Pavese no fue oficiante de los dogmas oficiales del llamado arte socialista. El extrañamiento en Calabria a que fue sometido durante los primeros anos del fascismo le mostraron que a los despotismos les importa poco las cavilaciones de sus intelectuales y sí la comunicación entre ellos y el pueblo, la que fue cortada de cuajo. Expresiones como ir al pueblo resultan ridiculizadas en sus anotaciones íntimas. En cambio, cuando apenas faltan semanas para la última decisión, no sólo encuentra que la belleza y el placer de viajar giran en torno a «redescubrir nuestro propio lugar», que en este caso era justamente este Turín final, sino que se anima a formular una directa «relación entre tierra y cultura, en las raíces campesinas (botánicas y minerales) del arte». El remate de lo apuntado aquel 26 de febrero de 1950 es estremecedor: «Pero cuando una civilización ya no es campesina, ¿cuáles serán las relaciones radicales de su cultura? ¿Estamos ya al margen del influjo botánico, mineral, climático de la tierra sobre el arte? Eso parece».

En el Piamonte y en su orgullo máximo, Turín, cuna del movimiento obrero italiano y de pensadores marxistas como Antonio Gramsci, lo recuerdan. Un viejo florista puso lo suyo al informar que Pavese cultivaba el vicio, la pequeña debilidad de desayunar en el Caffé Platti, muy cercano del Roma, en la principal esquina de los Corsos Vittorio Emanuele II y Re Umberto, que dal 1875 perfeziona la ospitalitá, según rezan las servilletas, de fina y exquisita pastelería, mermeladas artesanales hechas con frutas de esas colinas que él tanto amó y perpetuó como nadie, un salón de té al fondo con candelabros y sillones forrados en pana roja, carcomida por ser contemporánea de esa hospitalidad. En la Mole Antonelliana, con su cúpula-aguja a 75 metros sobre la ciudad, que la comunidad judía erigió primitivamente como sinagoga y luego legó a Turín para escándalo de los gentiles, uno de los ascensoristas recordó que había una calle, tenía que haber una Via con el nombre del escritor entrañable. En una guía no comercial, en efecto, aparece una pequeña y oscura Cesare Pavese en el barrio obrero de Montefiore, camino al inmenso Palazzo Stupinigi, allá al fondo de un Corso Unione Soviética que ha quedado desblocado por un tiempo acelerado de muros derrumbados para que el avasallamiento deprededador ya no tenga contenciones, banderas ni escrúpulos. Todavía lo recuerdan. ¡Y ha pasado tanto! Tanto de almanaque y tanto de acontecimientos, sobre todo por el caño maestro roto por la microelectrónica que no cesa y va a arrasar por lo menos con lo más significativo. Aún en un tiempo de heroísmos mucho más acotados, donde los jóvenes prefieren los símbolos neonazis con que orlan gallardetes del Torino y la Juventus, llegando sus proclamas al clánico unitarismo amoroso del enemigo común que todo lo puede y gritos comunes de odio sólo contra la merda de los violetas de la Fiore, esto es, los inmundo y eternos basura de los Medici que no se terminan de morir. El había anotado para su intimidad en los días difíciles del monte, cuando la Resistencia: «Nunca tendré un lugar en el mundo: un trabajo, un amor». En voz baja, respetuosa, sus camaradas comunistas siempre fueron benevolentes y le perdonaron en vida ese terrible pecado de leso marxismo como fue su constante desesperanza, tenida la mayoría de las veces de luctuoso fatalismo, y que ahora, recién ahora, generalizado como el cólera, el SIDA o una peste camusiana, ha pasado a ser reconocido como moneda corriente bajo la denominación genérica de el Fin de las Utopías. El simplemente lo había imaginado, borroneado más bien, desde las palabras -a las que siempre les adjudicó la trasparencia como virtud esencial, más que un fin contentador, aquella bendita imagen relato a la que persiguió en todos los formatos igual que aun amor único e imposible-, como una simple pérdida del verde, la piedra y la atmósfera originales. Todavía lo recuerdan. Y Turín conserva tranvías, en otra dupla resbaladiza, esquiva, como la de aquel compañero que él encontró que lo habían bautizado Pablo porque tocaba la guitarra. [AR]

[Nota para la sección Opinión del Río Negro, marzo 1993]

BORGES

Puede ocurrir (como de hecho ocurrió) que una tarde gris, en Ginebra, con todo o casi todo el tiempo a su disposición, a alguien se le ocurra salir de los alrededores del lago y por la margen izquierda del Ródano bordearlo hasta ir a dar en la confluencia con el Arve, en una punta que los suizos han llamado con precisa justicia La Jonction. Para que eso nunca ocurra (porque tampoco ocurrió), puede darse que todo el arsenal de un extranjero sea un sucinto mapa del casco céntrico de la ciudad y se descubra que para no caminar demasiado, para cortar camino desde el Jardín Inglés, no hay como tomar la Rue du Rhône, cuya característica principal es nacer mucho antes que el nacimiento del río y en ningún momento correr a su vera, dándole un toque un tanto inusitado, si se quiere, al estereotipo acuñado en torno a los suizos en general y en este caso particular, los ginebrinos.

Como pensamiento a mano, lo menos plausible es constatar que las extravagancias no son un patrimonio sudamericano y que un atajo todavía más directo, hechas unas pocas cuadras, es cortar por la Rue du Stand. Pero las distancias, en los mapas turísticos, como tantas otras cosas en esta próspera industria sin humo, están trampeadas proporcionalmente y el frío, la soledad de las calles, el lento correr del río de agua verde a pesar de la falta de sol, pueden hacer cambiar de rumbo, retomar hacia el centro comercial de Ginebra que está en lo alto de una colina y para llegar al cual se puede ahorrar aliento si se descubren los ascensores interiores que tienen algunos shoppings, los que alternan la atracción de la Sociedad de Consumo con la haraganería humana. Aquí es donde no se encuentra ningún impedimento para abandonar la Rue du Stan hacia la izquierda, por cualquiera de las callejuelas que el mapa sintético ni siquiera se toma el trabajo de anotar, y no se tarda en verse el camino cerrado por un viejo, pequeño y plácido parque, de añosos árboles, achaparrados pinos y carente total de pájaros y niños. Algunos, no muchos, han querido perpetuarse con cubos de granito u hormigón más grandes que los otros, lo que lleva al extranjero poco avisado a tener que enterarse que en realidad, más que parquecito o apenas plaza sobreviviente de tiempos más rumbosos y con marcada tendencia a la perpetuidad, no pasa de la categoría de curioso cementerio expuesto a toda la impudicia o mirada ocasional del transeúnte. La verja es baja y tiene varios accesos. Hay algunas tumbas que son sólo lápidas apenas sobresaliendo del ras del suelo y casi totalmente camuflada su existencia por el crecimiento del pasto y el peso de las ramas más bajas. En su mayoría son centenarias (o casi) hasta que una de mármol oscuro, brillante, llama la atención y el curioso, alterado en su circuito turístico diletante, no puede permanecer impávido al leer ahí arriba un
ALBERTO GINASTERA

que de pronto ha tenido a bien, de manera un tanto imprevista y súbita, estrechar tanto distancias y tiempos.
Como el atardecer es mucho más largo y perceptible que la tarde propiamente dicha, en toda esa soledad de una de las ciudades más importantes de Europa con apenas 160 mil habitantes, entre la bruma del parque hay una sola luz que denota una presencia humana en el extremo que da hacia el centro, sobre la Rue des Rois, que al hacer esquina donde muere la Rue du Synagogue, se encuentra la entrada principal.

Ya habían salido los vespertinos y el hombre, joven, muy atildado, el único funcionario del lugar, se encontraba leyéndolo bajo la luz de una vieja lámpara. Con educada paciencia escuchó el torpe balbuceo que intentaba ser un francés primitivo de alguien que le pedía excusas primero que nada por el exquisito idioma tan burdamente maltratado, segundo por ser periodista y argentino, y tercero si él no tenía idea acerca de Jorge Luis Borges. No de quién era, de sus libros o si estaba ahí. Simplemente, Jorge Luis Borges, se enfatizó, y bien en castellano, como si fuera poco. El funcionario cortés rogó que pasara, el frío ya picaba y en un papelero escarbó hasta volver con una muy modesta hojita reproducida por el barato, subdesarrollado, primate sistema de duplicación. Llevó al visitante otra vez hacia la puerta, salió hasta la grava del caminito de ingreso, remarcó que donde estábamos era la Chapelle y en un francés moduladamente lento, de manera tal que lo pudiera entender hasta un orate, indicó cómo llegar a lo que buscaba:

-Está sola, señor -aclaró-. No le va a ser difícil.

No lo fue. Era la única que como lápida tenía plantas cuidadas por manos expertas y en la cabecera una piedra sin pulir, un extraño dibujo que alguna especulación puede querer remontar a un posible origen masón, y luego, más abajo, la abrumadora contundencia del

1899-1986

y una todavía más críptica leyenda para los iletrados:


AND NE FORHT E DON ÑA

La elección de tamaño emplazamiento tiene mil motivos para la incógnita. Por lo pronto, él alguna vez había dicho que si había un lugar en el mundo donde Dios podía habitar, ése era la pampa, y ahí, si se toma por sobre el césped, en diagonal, hacia el Boulevar Saint-Georges, con el número 707 está la casa que fuera de Juan Calvino, el hombre que a comienzos del siglo XVI convirtiera a esta cabecera del cantón homónimo en el centro mundial del protestantismo y que menos de un cuarto de siglo después fundara allí la célebre universidad, entre cuyos alumnos, justamente, contaría a ese porteño ambivalente que ahora, desde hacía poco, descansaba cerca suyo. Los que crean que la paz y el silencio no pueden sobrevivir en una urbe es porque no conocen al Cimetière de Plainpalais, como se llama el lugar, estatal, al que tienen acceso sólo los restos de muy pocos privilegiados y donde la excepción no cotiza en Bolsa: es política y en un código que no resulta del todo descifrable para los que practicamos el de uso corriente en esta parte del mundo. Los que están allí, aparte de otras dotes y virtudes, según se me trató de explicar en medio de un café, primero tiene que tener algo de ginebrino, y acá es donde el concepto no se vuelve tan difuso como poco asequible a las explicaciones lineales. El facilismo trataría de zafar el brete recordando que en el 40 de la Grand Rue, en la cima de la colina, el 17 de junio de 1712 tuvo a bien nacer Juan Jacobo Rousseau, y no deja de ser una síntesis por lo menos, en cierto modo, hasta tranquilizante. [AR]

[Publicada en la sección Opinión del matutino Río Negro, de General Roca, marzo 1993]

19.5.05

ELEMENTAL, SIR ARTHUR

La Calle del Panadero, como en realidad se tiene que llamar entre nosotros Baker Street, nace en el rincón sudoeste del Parque del Regente, y antes de tres cuadras hacia el sur, luego de cruzar el Camino de Marylebone que le da su nombre a ese distrito londinense, a mano derecha está el dichoso 221b. Muy difícil no advertirlo porque la cuadra entera, se puede decir que el barrio, se ha vestido para siempre de Sherlock Holmes, de lejos el vecino más prestigioso urbi et orbi. Espíritu comercial aparte, en la tierra de Oscar Wilde no sólo la realidad ha terminado imitando al arte, sino que el mito se ha terminado imponiéndose definitivamente sobre lo histórico. Un equívoco sería decir que se trata de una casa aunque no se trate de otra cosa. Lo que ocurre es que tiene cuando mucho seis metros de ancho por el doble de fondo y se erige hacia arriba durante tres pisos en algo que sin temor a resbalones urbanísticos de cualquier índole puede calificarse como propiedad vertical. En el primero, con vista a la calle, el viejo hogar todavía encendido, la pipa y el ejemplar del Time del 23 de diciembre de 1890 sobre la mesa ratona, está el estudio del que todos consideran el mejor detective del mundo y no el acogedor lugar donde sir Arthur Conan Doyle, oriundo de Escocia, pasó buena parte de su vida. En la entrada, para que el tiempo no transcurra, un magnífico ejemplar de boby (cana, digamos) inglés del siglo XIX permanece impertérrito con ese casco tan singular y la capita sobre los hombros para combatir la nieve y el frío. Hay que hacer sonar la campanilla. El lugar es chico y no se puede entrar de a muchos. Una no menos impertérrita señora Hudson se encarga de abrir, vestida como la época, calzada una cofia que han popularizado las postales con campesinas holandesas. Ella se encarga de recaudar lo que se ha estipulado por tamañas intromisiones en la intimidad de un amo que encima se ha burlado de las tiranías temporales vigentes para el resto. En la habitación trasera del primer piso está el dormitorio de Holmes, sobre la alta cama de una plaza la valija a medio hacer con todo lo necesario para tratar de resolver un caso, cómo no imaginarlo, fuera de Londres, claro está, y para lo cual debe abordar el tren en la estación Victoria, bastante distante de allí, en coche de caballos, hacia el sur primero bordear el parque Hyde y después circunvalar a medias la rotonda del duque de Wellington, frente mismo al palacio de Buckingham, en medio del parque Verde, para recién encarar hacia la vieja terminal ferroviaria atrás de la cual empiezan las casitas bajas de una planta y el no menos célebre barrio de Chelsea y sus pubs que deben concentrar una de las mayores aglomeraciones de cirróticos del mundo, amén de fanatismos futboleros, una pasión bárbara y bastarda por la que el refinado analista jamás ni siquiera se dio por enterado a pesar del registro oficial de su nacimiento no muy lejos de allí, en la taberna masona que funcionaba en el Nº 11 de la Calle de la Reina y que el tiempo, muy curiosa y pudorosamente, se ha encargado de borrar para dejar nada más que las griterías. Aparte, justamente por esa época, sin ayuda de la señora Tatcher y sus esbirros en ciencias sociales, gracias a la popularidad de un borracho irlandés ocioso, justamente el Time acuñaría la expresión hooliganism. Muy por el contrario, bajo un sepulcral manto de silencio, en el segundo piso se encuentran las habitaciones del doctor Watson y la señora Hudson. Por fin, en la última planta, hacia la calle una dependencia de servicio ha sido ahora reciclada en un minishopping con la más increíble e insólita batería de fetiches para todos los gustos y bolsillos. En la parte de atrás, un pequeño desván y el único baño de la casa, lo que hace pensar en lo sacrificado de las urgencias nocturnas del pobre Sherlock, sobre todo con lo inclemente que es el invierno londinense. Para hacerse una idea, tanto de las humanas necesidades como de la arquitectura, de la calle al primer piso hay nomás diecisiete escalones y es la planta más baja. Un ejemplar auténtico, no duplicado, del Times de fines del año 1890, ensobrado al vacío, puede ser comprado en unos 23 dólares. Los adelantos actuales en materia de reproducción gráfica permite a los fanáticos apoderarse de las obras completas de Conan Doyle por menos de la mitad, en un solo tomo, pero se trata de reproducciones facsimilares de las primeras ediciones, con sus dibujos de época. Pipas, agendas, la dichosa gorra, lupas, postales y hasta medallones de chocolate con el difundido perfil forman apenas parte de un arsenal fetichista difícil hasta de inventariar. La también silenciosa encargada del lugar, se adquiera o no algo, no deja a nadie de entregarle una tarjeta personal de Sherlock con la correspondiente dirección y la profesión que practicaba, con su nomenclatura oficial:

CONSULTING DETECTIVE
Un sello puesto en el momento imita la firma ológrafa del personaje inexistente. Nadie puede irse con las manos vacías de un lugar así y menos después de haber pagado por barba el equivalente a unos 7,50 dólares. A la cojera turística de los que no pueden pasar por un lugar sin inmolarse en una foto la flema británica les permite sortear el cordel del estudio del primer piso a la calle, sentarse en el sillón de alto espaldar, calzarse una gorra que no a todos les entra y pipa en mano, aunque sea por la fugacidad de un instante, llegar a creer que se pueden desentrañar con éxito los intrincados crímenes que cranea la retorcida alma humana debido a la imposibilidad policial por una falta de inteligencia y torpeza que ya viene con el uniforme, la chapa y el arma reglamentaria. La permisibilidad llega hasta allí. No sucede otro tanto con la jeringa y agujas, en su caja de metal original, que el detective (¿o el escritor?) utilizaba para drogarse y alumbrar más su mente. Por las dudas, esta adicción al clorhidrato de cocaína en un 96% de pureza cuenta con algunos ilustres camaradas de ruta. Unos muy concienzudos recortes de periódicos, ya muy amarillentos, enmarcados y colgados en la pared a la altura justa, permiten tomar debida cuenta que no sólo el célebre personaje despuntaba el vicio sino el no menos famoso Sigmund Freud y varios más. Ocurría, se explica, que la cocaína recién había sido descubierta y que más que una adicción, se trataba de una curiosidad experimental. En la tercera cuadra de la Calle del Panadero, muy cerca del parque del Regente, con sus esmirriados seis metros de ancho, por lo menos el 221b existe y se puede constatar. Lo demás, dicen, es literatura. Como la divertida irreverencia de Nicholas Meyer, quien sostiene de manera muy firme la hipótesis que sir Arthur Conan Doyle era, en realidad, el seudónimo usado por el doctor Watson para currar literariamente con las verdaderas andanzas de un detective amigo suyo, muy sagaz y deductivo. Aunque en el momento de salir de ese lugar la instantánea sensación que se experimenta no es tanto la difusa diferencia entre lo literario y lo artístico, sino más bien su ausencia. [AR]

[Nota para la sección Opinión del Río Negro, abril 1993]

EL PUEBLO EN LA PUERTA DE LA CASA DEL POETA




Pablo amó este lugar por sus encantos naturales.
Conservémoslo como él lo hubiera disfrutado.

Firma el visible cartel: Ilustre Municipalidad de El Quisco.

Ahí nomás, hacia el sudoeste de la carretera costeña que une el puerto de San Antonio con la veraniega Algarrobo, por una pronunciada pendiente de no más de doscientos metros hasta llegar a la orilla del océano, tupida de cipreses añosos que un hongo marino oxida de rojo cobrizo la parte inferior de las copas, entre calles con nombres de nítidas remembranzas como Lomas de la Burra, se encuentra ubicada la que desde siempre fue la famosa Casa del Poeta.

La caprichosa distribución en arco que le fue agregando a la construcción original, adquirida en 1938, cuando en el paraje sólo había una hostería, mira exactamente al sur y nada obstaculiza el aprecio de la amplitud del horizonte. Un roquerío de oscura tonalidad, con pequeñas pozas, más que playas, donde la arena está reemplazada por un canto rodado milimétrico, quizá explique por qué al lugar se lo ha conocido desde lo remoto como Isla Negra.

En una de las rocas más grandes, justo al pie de la residencia, que no puede si no verse desde la casa, han pintado la versión más difundida de su rostro bajo la gorra con visera, como si se tratara de un foto solarizada. La leyenda, en forma vertical, como enmarcándole la mirada pétrea, sólo reza:

V
I
V
E

La sigla BRP que rubrica el trabajo indica que fueron los de la Brigada Ramona Parra, un grupo de jóvenes comunistas que por los '70 sentaron todo un estilo de pintadas políticas, donde a las consignas se le agregaba el colorido y la creatividad de elementos plásticos del muralismo mexicano. A un costado, en una roca menor, con un humor acre y anárquico, inconcebible años atrás, otros estamparon:

Perdimos la guerra, pero ganamos un lugar en la foto.

A la entrada de la callejuela que desemboca en la plazoleta donde está el ingreso a la casa hay un cartel, mucho más rotundo, prohibiendo el paso a todo tipo de vehículos. Un muy organizado sistema montado por la Fundación Pablo Neruda despacha contingentes de diez personas cada quince minutos, con guías, mientras haya suficiente luz solar. La rústica cerca que rodea el predio, hecha con el refile de troncos que el proceso natural ha descascarado, sigue sirviendo para que sobre todo los jóvenes, marcadores en ristre, traten de que el paso por allí no sea tan perecedero. Poniendo su toque en medio de un silencio acompañado por la rompiente cercana y el paso del viento entre las ramas, se puede leer:

Che, poeta: ¿sabés que para visitar tu casa cobran dos dólares?

Data del año pasado y la firma un tal Washington Talma, de Montevideo.

En un tablón con soportes, convertido en banco, frente al portal se agrupan sobre todo mujeres maduras, lugareñas o de no muy lejos, de piel con la oscuridad latinoamericana, cabelleras mojadas, pegadas al cráneo menudo, toallas húmedas sobre los hombros, denunciando el reciente chapuzón orillero. Esperan un tour gratis que hay todos los días. Matizan la espera mirando con ojos casi asustados los extravagantes atuendos de los turistas y la parafernalia tecnológica de cámaras y otros aditamentos de la microelectrónica.

Una vez adentro, sólo hay lugar para el asombro y un escozor indescifrable. Desde la colección de mascarones de proa al velero inglés dentro de un botella que fue visto frente al sureño puerto chileno de Constitución, en 1904, sin que nunca más se haya sabido de él, hay también una dependencia con puerta de un monasterio de hace varios siglos a la que le puso las aldabas de una iglesia rusa y en el recinto de al lado un caballo de madera, tamaño natural, de una talabartería de su Temuco natal, certifica que aunque maduro pudo dar cuenta de lo que tanto lo había obsesionado como niño hijo de un apenas obrero ferroviario. Antes, entre muchos otros recovecos, se debe pasar por el mural de lapislázuli y ónix, especialmente diseñado por una artista amiga. La silueta e imágenes de peces es una presencia zodiacal constante. La cicerone explica que «los cuerpos de don Pablo y doña Matilde van a ser traídos y enterrados junto al sillón de piedra desde donde contemplaban el mar», allí afuera, en el parque escarpado. En la mesa de luz de su lado, junto a la cama matrimonial puesta en diagonal para que los pies apunten justo al poniente que se abre pleno a través del ventanal, todavía está el viejo catalejos con que a diario oteaba el horizonte como una tarea vital e impostergable.

-Es increíble lo consciente que siempre estuvo de su eternidad -musitó al lado del cronista la abogada Graciela Arancibia Gutiérrez, nacida en una Quillota que para los argentinos guarda ecos de los más variados-. En realidad, vivió haciendo su propio museo.

La observación tuvo a bien interrumpir preocupaciones más pedestres, domésticas y quizá hasta chovinistas. ¿Quiénes podrían hacer cola para visitar el departamento del 6° B de Maipú 988, casi Charcas? ¿Dónde encontrar el espacio natural y necesario para los grafitti de la literatura espontánea? ¿En los paredones del Círculo Militar que está enfrente? ¿Para qué comparar o contraponer al autor del Canto general y al del Elogio de la sombra? Indudablemente ese fenómeno social, mucho más allá de lo turístico, que se da en Isla Negra, desde que habilitaron la Casa del Poeta como museo, no pasa por los logros literarios o el Premio Nobel otorgado a uno y negado al otro, sino por lo cultural, en el sentido amplio y antropológico del término.
Resulta imposible pensar colectivamente el dilema de dónde ubicar definitivamente el cuerpo de Jorge Luis Borges, si con vista a la plaza San Martín, en San Telmo o en algún sobreviviente resquicio del viejo Palermo cuchillero, sobre una vereda de la avenida Juan B. Justo (en realidad, el viejo arroyo Maldonado entubadoy pestilente), para él que no hubo otra dimensión de lo real que esa irrealidad de un tiempo cuya vigencia fue lo acuciante de ni siquiera haber aprendido a doblar las esquinas rosadas o ateo impenitente que invocaba a Dios uno o dos versos antes de acudir a la cábala, si cuando eligió morir y ser enterrado en Suiza y ahora hay al respecto un penoso forcejeo entre sus deudos. ¿Es sólo cursi sospechar que se trata de que uno se remitió a las cosas llamadas del corazón y el otro a los laberintos de la metafísica o a lo críptico de la cábala, al cifrado que puede estar inscripto en los meandros aparentemente azaroso de los nombres?

En la empalizada de la callejuela que baja hacia el mar verde esmeralda, casi tapado por un gajo remolón del ciprés, entre muchas otras leyendas, estampada en agosto de 1980, se puede leer:

Pablo, gracias por enseñarnos las palabras del amor.

Vilma y Christian, a secas, fueron los autores. Quizá se trate, efectivamente, de esa «constante sentimental humana» a que alguna vez hizo mención Jaime Dávalos, y pueda comenzar a entenderse por qué el pueblo -su pueblo-, a diario, en Isla Negra, espera en las puerta de la Casa del Poeta que afinó la sonoridad de la lengua castellana para nombrar los aconteceres que tiene la residencia en esta parte de la tierra. [AR]

[Nota para esta edición electrónica] En efecto, al tiempo después de aparecer esta publicación, en un solemne acto a cuya cabeza estuvo el presidente constitucional de la República de Chile, doctor Patricio Alwyn, desde la capital fueron trasladados los restos de Matilde Urrutia y Pablo Neruda, para proceder a su entierro definitivo al pie del banco de piedra desde donde la pareja acostumbraba a contemplar el océano, en especial las puestas de sol. El lugar después fue cercado y los visitantes depositan sus flores.


[Publicado en la sección Opinión del matutino Río Negro, de General Roca, miércoles 11 de marzo de 1992]

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[Publicado en la sección Opinión del matutino Río Negro, de General Roca, miércoles 11 de marzo de 1992]