BORGES

Como pensamiento a mano, lo menos plausible es constatar que las extravagancias no son un patrimonio sudamericano y que un atajo todavía más directo, hechas unas pocas cuadras, es cortar por la Rue du Stand. Pero las distancias, en los mapas turísticos, como tantas otras cosas en esta próspera industria sin humo, están trampeadas proporcionalmente y el frío, la soledad de las calles, el lento correr del río de agua verde a pesar de la falta de sol, pueden hacer cambiar de rumbo, retomar hacia el centro comercial de Ginebra que está en lo alto de una colina y para llegar al cual se puede ahorrar aliento si se descubren los ascensores interiores que tienen algunos shoppings, los que alternan la atracción de la Sociedad de Consumo con la haraganería humana. Aquí es donde no se encuentra ningún impedimento para abandonar la Rue du Stan hacia la izquierda, por cualquiera de las callejuelas que el mapa sintético ni siquiera se toma el trabajo de anotar, y no se tarda en verse el camino cerrado por un viejo, pequeño y plácido parque, de añosos árboles, achaparrados pinos y carente total de pájaros y niños. Algunos, no muchos, han querido perpetuarse con cubos de granito u hormigón más grandes que los otros, lo que lleva al extranjero poco avisado a tener que enterarse que en realidad, más que parquecito o apenas plaza sobreviviente de tiempos más rumbosos y con marcada tendencia a la perpetuidad, no pasa de la categoría de curioso cementerio expuesto a toda la impudicia o mirada ocasional del transeúnte. La verja es baja y tiene varios accesos. Hay algunas tumbas que son sólo lápidas apenas sobresaliendo del ras del suelo y casi totalmente camuflada su existencia por el crecimiento del pasto y el peso de las ramas más bajas. En su mayoría son centenarias (o casi) hasta que una de mármol oscuro, brillante, llama la atención y el curioso, alterado en su circuito turístico diletante, no puede permanecer impávido al leer ahí arriba un
Como el atardecer es mucho más largo y perceptible que la tarde propiamente dicha, en toda esa soledad de una de las ciudades más importantes de Europa con apenas 160 mil habitantes, entre la bruma del parque hay una sola luz que denota una presencia humana en el extremo que da hacia el centro, sobre la Rue des Rois, que al hacer esquina donde muere la Rue du Synagogue, se encuentra la entrada principal.
Ya habían salido los vespertinos y el hombre, joven, muy atildado, el único funcionario del lugar, se encontraba leyéndolo bajo la luz de una vieja lámpara. Con educada paciencia escuchó el torpe balbuceo que intentaba ser un francés primitivo de alguien que le pedía excusas primero que nada por el exquisito idioma tan burdamente maltratado, segundo por ser periodista y argentino, y tercero si él no tenía idea acerca de Jorge Luis Borges. No de quién era, de sus libros o si estaba ahí. Simplemente, Jorge Luis Borges, se enfatizó, y bien en castellano, como si fuera poco. El funcionario cortés rogó que pasara, el frío ya picaba y en un papelero escarbó hasta volver con una muy modesta hojita reproducida por el barato, subdesarrollado, primate sistema de duplicación. Llevó al visitante otra vez hacia la puerta, salió hasta la grava del caminito de ingreso, remarcó que donde estábamos era la Chapelle y en un francés moduladamente lento, de manera tal que lo pudiera entender hasta un orate, indicó cómo llegar a lo que buscaba:
-Está sola, señor -aclaró-. No le va a ser difícil.
No lo fue. Era la única que como lápida tenía plantas cuidadas por manos expertas y en la cabecera una piedra sin pulir, un extraño dibujo que alguna especulación puede querer remontar a un posible origen masón, y luego, más abajo, la abrumadora contundencia del
1899-1986
AND NE FORHT E DON ÑA
La elección de tamaño emplazamiento tiene mil motivos para la incógnita. Por lo pronto, él alguna vez había dicho que si había un lugar en el mundo donde Dios podía habitar, ése era la pampa, y ahí, si se toma por sobre el césped, en diagonal, hacia el Boulevar Saint-Georges, con el número 707 está la casa que fuera de Juan Calvino, el hombre que a comienzos del siglo XVI convirtiera a esta cabecera del cantón homónimo en el centro mundial del protestantismo y que menos de un cuarto de siglo después fundara allí la célebre universidad, entre cuyos alumnos, justamente, contaría a ese porteño ambivalente que ahora, desde hacía poco, descansaba cerca suyo. Los que crean que la paz y el silencio no pueden sobrevivir en una urbe es porque no conocen al Cimetière de Plainpalais, como se llama el lugar, estatal, al que tienen acceso sólo los restos de muy pocos privilegiados y donde la excepción no cotiza en Bolsa: es política y en un código que no resulta del todo descifrable para los que practicamos el de uso corriente en esta parte del mundo. Los que están allí, aparte de otras dotes y virtudes, según se me trató de explicar en medio de un café, primero tiene que tener algo de ginebrino, y acá es donde el concepto no se vuelve tan difuso como poco asequible a las explicaciones lineales. El facilismo trataría de zafar el brete recordando que en el 40 de la Grand Rue, en la cima de la colina, el 17 de junio de 1712 tuvo a bien nacer Juan Jacobo Rousseau, y no deja de ser una síntesis por lo menos, en cierto modo, hasta tranquilizante. [AR]
[Publicada en la sección Opinión del matutino Río Negro, de General Roca, marzo 1993]
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